por Pablo Grille (pablogri29@yahoo.com.ar)
- ¿Y? te escucho… - repitió, enojado.
- Mire, no sé como empezar, la verdad es que usted me inhibe… ¿puedo tutearlo? – levanté la vista y por segunda vez en la tarde me animé a mirarlo a los ojos, él hizo un movimiento ascendente descendente con la cabeza y sonrió.
Lo miré confiado y le dije:
- Me gustaría cambiar, ser otro, tener otras oportunidades, sé que vos lo podes arreglar y sé que hay que pagar un precio… y yo estoy dispuesto.
De repente su rostro se transformó, fue un instante, como si toda la maldad de su ser se concentrara en su cara, y dijo:
- Mirá, me parece que vos no me entendés, ya te lo pregunté, ¿qué tenés para ofrecerme? ¿qué tiene una persona como vos que me pueda llegar a seducir o interesar a mí? Y no me digas que tu alma, por amor de dios.
El temor comenzó a apoderarse de mí, empecé a transpirar y temblar incontrolablemente. ¿Cómo que qué tenía para ofrecerle?, no lo entendía, se suponía que esto iba a ser sencillo, él solucionaría la vida de mierda que tengo y yo sería su lacayo toda la eternidad.
- No te entiendo, si estoy sentado hablando con vos es porque se supone que en realidad no tengo nada para ofrecer y sos mi única salida. – Contesté asustado.
Su cara se volvió a transformar, pero esta vez una sonrisa siniestra le cruzó su semblante, su risa se hizo obscena; dijo:
- Te confundiste, a ver si me explico: yo le soluciono la vida a gente ambiciosa, me interesa su maldad, su desprecio, ¿me entendés? – terminó de decir estas palabras, me miró entre con sorna y lastima, y mientras se iba, me dijo: - Él alma de un perdedor no la quiere nadie.
Cuando intentaba recobrarme de lo que me había dicho, se freno en la puerta, giró sobre sus talones y con cierta tristeza en la cara dijo:
- Para los perdedores como vos, sólo queda el cielo...